Como una costumbre despiadada por la que huir hacia la ausencia, el sake liberó a Santoka de la cárcel de los otros y le condujo a la cárcel interior, desde la que salía cada mañana sin rumbo, hacia no se sabe qué encuentro.
Imposible de ser dueño de sí, acaso fue construyendo lentamente una forma frágil de piedad en la que fueron instalándose las cosas y los seres que no encontraron morada en otro sitio.
Allí, en su contradicción, poblado de agónicas luciérnagas, como encerrado en una luz de polvo o acorralado por ángeles de luto, convivió muchos años con la deformada evidencia de su propio abandono, como quien camina sin tregua hacia el abismo sin sospechar que toda desesperación es una forma de humildad donde termina habitando la misericordia.
Ajeno, deshabitado, en puro vaivén de su agonía, a cuestas con su muerte, el mundo, sin embargo, estaba ahí y a su manera latía para él con la sagrada compasión de una presencia.
Memoria sin esperanza, sorbo a sorbo.
El que se busca anda ebrio de pérdidas.
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